domingo, 4 de agosto de 2013

EL CUENTO DE LOS DOCE MIL YENES

Un día, el presidente Aso apareció de repente por el parque en el que vivo. Llevaba una lata de chela de medio litro abierta colgada verticalmente encima de la cabeza, y en la espalda un caparazón como el de las tortugas ninja.

¡Vaya presidente más ridículo, el tal Aso! Disfrazado así de extrañamente, increpaba con feas palabras a los abuelos y a las mamás del parque: pidiendo a cada persona 12.000 yenes. No me extraña que su índice de popularidad estuviera por los suelos, menos del 10 por ciento, con esa actitud negativista desafiante.

Resulta que unos meses antes, para empujar la economía e intentar salir de la recesión aumentando el consumo, el Gobierno de Aso había repartido dinero entre toda la población. 12.000 yenes por cabeza a todo el que residiera legalmente en suelo japonés. Unos cien euros. Y ahora le pedía a las viejas que le devolvieran el dinero, diciéndoles que no era un regalo, sino un préstamo. Qué hijodeputa de presidente. Qué mala persona. Hasta los niños de la escuela primaria lo saben: ¡Lo que se da no se quita!

Les hacía ir al cajero automático más cercano, sacar la pasta y entregársela. En cualquier país occidental los políticos roban a los ciudadanos para dárselo a los ricos, eso es obvio. Pero que el presidente vaya directamente en persona a cobrar a los parques y a los mercados, ni siquiera a Estados Unidos se le había ourrido dar ese paso.

Si una de las viejas se negaba, Aso reaccionaba utilizando sus superpoderes y la dejaba frita lanzándole un kame o haciéndole una patada voladora mágica. Así que, aunque en un principio se habían reído de su disfraz ridículo, de su chela abierta encima de la cabeza y de su caparazón de tortuga ninja a la espalda, al ver estas terribles muestras de autoridad, y temiendo por su vida, las otras viejas se habían puesto en fila para pagar los 12.000 yenes por propia voluntad.

Decidí que la cosa ya había llegado demasiado lejos. Envalentonado por la injusticia que estaba presentando, lancé por los aires mi propia chela, me fui directo hacia Aso y le reté a dirimir la cuestión, según manda la tradición japonesa, mediante un combate de sumo.

No tenía ni idea de como iba a enfrentarme a los superpoderes, evidentemente anticonstitucionales, del Presidente. De hecho, en cuanto lo tuve enfrente a pocos metros, justo antes de empezar el combate, mirándome con expresión fanática, casi me arrepentí de haberle retado.

Pensé en retirarme. Si estuviera en España, no habría problema. Pero ésto es Japón, y el honor es la posesión más importante del guerrero. Además, había ya cientos de viejas presas del interés y de la emoción (y de la promesa de sangre) agolpándose alrededor nuestro, no podía defraudarles.

Pero la cosa es que estaba muerto del miedo. Al contrario que Aso, no sólo carecía de superpoderes, sino que mi salud de pordiosero y de borracho eran una garantía clara de derrota al menor embite, no ya de un supervillano, sino de una persona normal. No tenía posibilidad alguna de ganar.

Entonces se me ocurrió la estupidez de hacer una lenta y profunda reverencia al presidente. Así conseguía un poco más de tiempo, unos segundos extra para pensar un plan alternativo o una forma honorable de huir.

El presidente se agachó también, su cabeza hacia mí, para devolverme el saludo japonés. Como consecuencia de ello, la chela que llevaba atada a la cabeza, al inclinarse también, se vacío en el suelo, perdiendo con ello, para sorpresa de todo el mundo y de sí mismo, sus superpoderes anticostitucionales. Animado por las viejas, que gritaban de júbilo, consguí vencer el combate.

Me había convertido en el hombre más admirado y popular de Japón. Además, según una ley japonesa tradicional no escrita, el hecho de vencer al presidente del gobierno me convertía a mí mismo en el nuevo presidente del gobierno.

Mi gabinete fue uno de los mejores de la historia del país. En mi corto pero exitoso periodo, todo el pueblo japonés, sin importar el nivel de ingresos o estatus laboral, gozó por primera vez en su historia de atención hospitalaria gratuita. Además, instauré la jornada laboral de 40 horas, emprendí la carrera chelística, obligué al ejército yanqui a retirarse de Okinawa, saneé la economía, saqué a la nación de la crisis y planté un millón de árboles en Osaka.

Aún así, la prensa local, internacional y la oposición proyanqui no cesaba de insultarme, de acusarme de ser aliado de Chávez y de Zapatero, de querer romper Japón y de no actuar con la suficientemente firmeza con Corea del Norte.

No obstante, gané las siguientes elecciones con mayoría absoluta. Pero en el momento de la investidura, una alianza entre los liberales democráticos, los nacionalistas moderados, los reformistas de extremo centro, los socialdemócratas, los zaplanistas, los regionalistas murcianos y un grupo de diputados transfugas de mi partido (sobornados sin duda por una potencia extranjera), se unieron para elegir al candidato proyanqui, del mismo partido de Aso, e investirlo presidente.

La prensa internacional saludó la caída del candidato "populista" como una victoria “del pueblo japonés” y de la “democracia”, y se felicitaron de la llegada al poder del candidato “moderado”, “prooccidental”, “reformista”, “pro libre mercado” y “democrático”, que en realidad era un yakuza y un fascista redomado, como todo el mundo en Japón sabía. A los dos meses, las tropas americanas estaban otra vez en Japón, la sanidad era de nuevo de pago, la prensa occidental ya no hablaba de Japón, y el ayuntamiento de Osaka se había molestado en cortar uno a uno los árboles que mi gobierno había plantado.

Pero si a Japón le fue mal después de mi caída, a mí no tanto. Volví al parque del principio, y desde entonces vivo en el mismo banco. Aunque gracias a la televisión, el manga, el pachinko, etc. el pueblo japonés se olvidó de mí rápidamente, hay una vieja que todavía se acuerda, y, en señal de agradecimiento por mi etapa como presidente, organiza una colecta semanal en mi honor, y cada mañana me trae al parque una caja de cervezas bien fresquitas, que disfruto con gran placer y alegría

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