domingo, 4 de agosto de 2013

EL CUENTO DE LOS KANJIS

Todas las personas que he conocido desde que llegué a Japón me han hecho alguna vez la pregunta: “Lo más difícil de aprender del japonés son los kanjis ¿verdad?”Se refieren a los carácteres chinos que utilizan los japoneses para escribir su idioma. Hay decenas de miles, a cuál más complicado, y cada uno expresando un significado distinto. Cada palabra se escribe utilizando una letra diferente, y por lo tanto, para leer la palabra hay que memorizar no sólo al pronunciación de dicha palabra sino también su kanji respectivo. Hasta los japoneses tienen problemas con los kanjis; el presidente del gobierno a menudo se equivoca al leerlos. “No.”contesto siempre, para sorpresa de mi interlocutor. Como no me gusta que me pregunten lo mismo cien veces, intento inventar una respuesta que sin faltar a la verdad sea lo más retorcida posible.“Aprender los kanjis es fácil.”les digo. “El problema es que olvidarlos es mucho más fácil”

Estaba bebiendo chela tranquilamente en un parque. Como se trataba de la última lata, me enfadé mucho cuando se terminó y por eso la arrojé al suelo con suma violencia. Para mi sorpresa, en ese momento, de dentro de la lata salió un genio maravilloso.

Era un genio feo y viejo. Más que un personaje de una película de Disney, parecía un pordiosero de los que viven en tiendas de campaña en los parques de Osaka, o quizás en alguna de las chabolas hechas de chatarra que hay junto a los ríos ultracontaminados de esta horrenda ciudad.

-Pide un deseo –me dice-. No importa cuán grande o díficil sea; pues cualquier cosa te será concedida, a condición de que se trate de un solo deseo, y de nada más que un deseo.

Como conseguir todo el oro del mundo sólo me haría todavía más infeliz si cabe de lo que soy, me pongo a considerar qué podía pedir para hacer del mundo un lugar mejor. La paz mundial. Otra releección de Chávez. El final del imperio estadounidense. Que se rompa España. Hay demasiadas cosas buenas. Me resulta imposible elegir una solo.

-La fórmula para que los kanjis no se me olviden- le digo finalmente, de repente, casi sorprendiéndome a mí mismo.

Oído eso, la cara del viejo, hasta ese momento de una serenidad inalterable, cambia por completo. Suda. Se pone nervioso. Profiere insultos incomprensibles en dialecto de Osaka. Le sale humo de las orejas. Me mira durante unos instantes con un odio visceral y profundo, como si quisiera matarme. Luego se produce un silencio. Un silencio tenso que me parece una eternidad.

Al final desaparece, cual samurai tras una cortina de humo, sin dejar rastro. Pero justo antes de desaparecer, me dice gritando:

-¡No aprenderlos!- Del resto de la noche no recuerdo nada.

Desde ese día, me he dedicado a buscar al genio tarde tras tarde, noche tras noche. Todos los días compro una caja de cervezas en el supermercado y me voy a un parque de la ciudad distinto a buscarlo. Pero no sólo en los parques lo busco, sino que también frecuento pachinkos, izakayas, y todo tipo de antros siniestros. Y aunque casi he perdido la esperanza, os prometo que, si algún día vuelvo a encuentrarlo, esta vez no le pediré un deseo imposible.

EL CUENTO DE LOS DOCE MIL YENES

Un día, el presidente Aso apareció de repente por el parque en el que vivo. Llevaba una lata de chela de medio litro abierta colgada verticalmente encima de la cabeza, y en la espalda un caparazón como el de las tortugas ninja.

¡Vaya presidente más ridículo, el tal Aso! Disfrazado así de extrañamente, increpaba con feas palabras a los abuelos y a las mamás del parque: pidiendo a cada persona 12.000 yenes. No me extraña que su índice de popularidad estuviera por los suelos, menos del 10 por ciento, con esa actitud negativista desafiante.

Resulta que unos meses antes, para empujar la economía e intentar salir de la recesión aumentando el consumo, el Gobierno de Aso había repartido dinero entre toda la población. 12.000 yenes por cabeza a todo el que residiera legalmente en suelo japonés. Unos cien euros. Y ahora le pedía a las viejas que le devolvieran el dinero, diciéndoles que no era un regalo, sino un préstamo. Qué hijodeputa de presidente. Qué mala persona. Hasta los niños de la escuela primaria lo saben: ¡Lo que se da no se quita!

Les hacía ir al cajero automático más cercano, sacar la pasta y entregársela. En cualquier país occidental los políticos roban a los ciudadanos para dárselo a los ricos, eso es obvio. Pero que el presidente vaya directamente en persona a cobrar a los parques y a los mercados, ni siquiera a Estados Unidos se le había ourrido dar ese paso.

Si una de las viejas se negaba, Aso reaccionaba utilizando sus superpoderes y la dejaba frita lanzándole un kame o haciéndole una patada voladora mágica. Así que, aunque en un principio se habían reído de su disfraz ridículo, de su chela abierta encima de la cabeza y de su caparazón de tortuga ninja a la espalda, al ver estas terribles muestras de autoridad, y temiendo por su vida, las otras viejas se habían puesto en fila para pagar los 12.000 yenes por propia voluntad.

Decidí que la cosa ya había llegado demasiado lejos. Envalentonado por la injusticia que estaba presentando, lancé por los aires mi propia chela, me fui directo hacia Aso y le reté a dirimir la cuestión, según manda la tradición japonesa, mediante un combate de sumo.

No tenía ni idea de como iba a enfrentarme a los superpoderes, evidentemente anticonstitucionales, del Presidente. De hecho, en cuanto lo tuve enfrente a pocos metros, justo antes de empezar el combate, mirándome con expresión fanática, casi me arrepentí de haberle retado.

Pensé en retirarme. Si estuviera en España, no habría problema. Pero ésto es Japón, y el honor es la posesión más importante del guerrero. Además, había ya cientos de viejas presas del interés y de la emoción (y de la promesa de sangre) agolpándose alrededor nuestro, no podía defraudarles.

Pero la cosa es que estaba muerto del miedo. Al contrario que Aso, no sólo carecía de superpoderes, sino que mi salud de pordiosero y de borracho eran una garantía clara de derrota al menor embite, no ya de un supervillano, sino de una persona normal. No tenía posibilidad alguna de ganar.

Entonces se me ocurrió la estupidez de hacer una lenta y profunda reverencia al presidente. Así conseguía un poco más de tiempo, unos segundos extra para pensar un plan alternativo o una forma honorable de huir.

El presidente se agachó también, su cabeza hacia mí, para devolverme el saludo japonés. Como consecuencia de ello, la chela que llevaba atada a la cabeza, al inclinarse también, se vacío en el suelo, perdiendo con ello, para sorpresa de todo el mundo y de sí mismo, sus superpoderes anticostitucionales. Animado por las viejas, que gritaban de júbilo, consguí vencer el combate.

Me había convertido en el hombre más admirado y popular de Japón. Además, según una ley japonesa tradicional no escrita, el hecho de vencer al presidente del gobierno me convertía a mí mismo en el nuevo presidente del gobierno.

Mi gabinete fue uno de los mejores de la historia del país. En mi corto pero exitoso periodo, todo el pueblo japonés, sin importar el nivel de ingresos o estatus laboral, gozó por primera vez en su historia de atención hospitalaria gratuita. Además, instauré la jornada laboral de 40 horas, emprendí la carrera chelística, obligué al ejército yanqui a retirarse de Okinawa, saneé la economía, saqué a la nación de la crisis y planté un millón de árboles en Osaka.

Aún así, la prensa local, internacional y la oposición proyanqui no cesaba de insultarme, de acusarme de ser aliado de Chávez y de Zapatero, de querer romper Japón y de no actuar con la suficientemente firmeza con Corea del Norte.

No obstante, gané las siguientes elecciones con mayoría absoluta. Pero en el momento de la investidura, una alianza entre los liberales democráticos, los nacionalistas moderados, los reformistas de extremo centro, los socialdemócratas, los zaplanistas, los regionalistas murcianos y un grupo de diputados transfugas de mi partido (sobornados sin duda por una potencia extranjera), se unieron para elegir al candidato proyanqui, del mismo partido de Aso, e investirlo presidente.

La prensa internacional saludó la caída del candidato "populista" como una victoria “del pueblo japonés” y de la “democracia”, y se felicitaron de la llegada al poder del candidato “moderado”, “prooccidental”, “reformista”, “pro libre mercado” y “democrático”, que en realidad era un yakuza y un fascista redomado, como todo el mundo en Japón sabía. A los dos meses, las tropas americanas estaban otra vez en Japón, la sanidad era de nuevo de pago, la prensa occidental ya no hablaba de Japón, y el ayuntamiento de Osaka se había molestado en cortar uno a uno los árboles que mi gobierno había plantado.

Pero si a Japón le fue mal después de mi caída, a mí no tanto. Volví al parque del principio, y desde entonces vivo en el mismo banco. Aunque gracias a la televisión, el manga, el pachinko, etc. el pueblo japonés se olvidó de mí rápidamente, hay una vieja que todavía se acuerda, y, en señal de agradecimiento por mi etapa como presidente, organiza una colecta semanal en mi honor, y cada mañana me trae al parque una caja de cervezas bien fresquitas, que disfruto con gran placer y alegría

viernes, 2 de agosto de 2013

LA EXPERIENCIA JAPONESA DE JAMES DOUGLAS PATERSON


James Douglas Paterson era un americano más, el tipo de persona que en plena crisis financiera creía que el problema de su país era simplemente que se habían vuelto demasiado blandos. Pues según Paterson, en los últimos tiempos se estaban amariconando hasta el punto de comportarse como una nación socialista europea de poca monta y por eso el país no hacía sino empeorar; no trataban a los iraníes y a los cubanos con la dureza que se merecían y con esa actitud se les estaba subiendo todo el mundo a las barbas. Y ahora ese tal Hugo Chávez, que se había aliado con los terroristas islámicos para extender su dictadura populista por todo el mundo y para romper la Comunitat de Michigan. Era obvio que necesitaban un Chuck Norris o un Schwartzenager de presidente, en vez de un presidente tan simpático como Bush.

Había que ser más verdaderamente americanos. Bajar más los impuestos, retirar más fondos de las escuelas públicas, invertir en armas más mortíferas, desregular las bolsas, más privatizaciones, producir coches más grandes y más contaminantes, extender los privilegios de las aseguradoras, libre mercada. O si no los chinos o los norcoreanos o los sandinistas serían los próximos dueños del mundo. Últimamente no estaban matando suficientes afganos, ni estaban practicando la tortura tanto como era necesario, ni casi promovían golpes de Estado. La economía ya no funcionaba tan bien como antes.

Sin ir demasiado lejos, su ciudad, Detroit, era ya tan peligrosa como cualquier gran ciudad de América Latina. Más del sesenta por ciento de la población la había abandonado en las últimas décadas, dejando un panorama desolador, con descampados y casas en ruinas por todas partes y unos niveles de delincuencia que aumentaban cada año de forma galopante. El sueño americano se había convertido en pesadilla. Hacía falta un verdadero héroe que hiciera despertar a América.

Como cualquier yaqui normal, incluyendo varios de los presidentes, lo que le más gustaba hacer los fines de semana a James Douglas Paterson era tumbarse en el sillón a tirarse birras por encima de la cabeza y a ver partidos de béisbol. Apenas salía de casa, excepto para ir al trabajo o al centro comercial, y siempre en su enorme todoterreno Cadillac descapotable 4x4 y parando a mitad camino en el Krustiburger. La única excepción a su habitual sedentarismo era la visita de todos los sábados por la noche, acompañado por su chica, al parque de atracciones semiabandonado de la ciudad; parque de atracciones que, por otra parte, como todos lo parques de atracciones de América, había sido construído encima de un antiguo cementerio indio de animales domésticos.< div style="text-align: justify;">
Aquella noche, en el parque de atracciones, Paterson había discutido con su chica porque ésta quería montar en el Túnel del Amor, mientras que él prefería alguna atracción que implicara la destrucción. Una diversión para hombres y no para mariquitas, a ser posible la destrucción de comunistas malvados de los que odian Michigan porque nos tienen envidia. Ah, esos comunistas bolivianos. Querían romper los Estados, movidos por el odio a nuestra Constitución y a nuestra libertad de prensa.

Así que habían acabado yéndose por separado, y mientras iba deambulando en solitario por el parque, Paterson maldecía para sí mismo contra su chica, contra Fidel Castro y contra todos los niños cubanos que habían sobrevivido al embargo. En su ruta de maldiciones, en un rincón de la feria, acababa de descubrir una atracción nueva, una extraña atracción de feria llamada "La experiencia japonesa de James Douglas Paterson".

No le sonaba que esa atracción estuviera allí la vez anterior, y además había sin duda algo extraño y misterioso que no acababa de identificar claramente en el hecho de que una atracción de feria desconocida llevara su nombre. En cualquier caso, no le vendría mal un poco de acción a la japonesa, con ninjas, karaokes, sushi, karatekas y con robots del futuro. Así que, sin pensarlo dos veces, James Douglas Paterson compró el voleto al viejo japonés y se subió en el tren misterioso, el cual arrancó unos minutos después hacia lo desconocido,con Paterson como único pasajero.

Al cabo de una hora o así, el tren se detuvo, y se abrieron automáticamente las puertas. Paterson se vio en un pequeño y hermoso pueblo japonés de montaña. Si bien no disfrutó de su belleza, ya que seguía esperando la aparición de los ninjas y de los robots. Al fin y al cabo se trataba de una experiencia japonesa.

A su frente no había sino una enorme puerta de madera, detrás de la cual comenzaban a ascender por la montaña unas escaleras, también de madera, cubiertas por un artesonado labrado con motivos tradicionales. Las pasarela seguía ascendiendo indefinidamente hasta perderse en el horizonte. Patterson pensó que por allí podría llegar al lugar en el que se encontraban los robots y los karatekas, así que comenzó la ascensión.

Paterson no era el único visitante que subía por aquellas misteriosas escaleras, pues había un gran número de turistas japoneses: parejas, familias con hijos, grupos de ancianos, etc.; además de unos pelegrinos vestidos de blanco que paraban de vez en cuando a tomar aire apoyados en sus bastones de madera. También se cruzaban a veces con gente que al parecer ya había completado el recorrido y bajaba hacia la puerta inicial con el ánimo ligero.

Paterson no hacía caso a los pelegrinos, ni se fijaba tampoco en las maravillosas esculturas de madera de cedro que, talladas por fabulosos artesanos anónimos, decoraban la formidable pasarela que rodeaba la escalera. Poco a poco, los árboles de alrededor de la pasarela habían ido cambiando de color, tornándose sus hojas en intensísimos azules, amarillos, morados, violetas y naranjas. Los japoneses se agolpaban a ambos lados de la escalera para contemplar ese extraño fenómeno del cambio de color de las hojas, haciendo fotos por doquier. Todo el mundo parecía extremadamente feliz.

Paterson no le encontraba la gracia al asunto, y empezó a considerar la posibilidad de que le hubieran tomado el pelo. Intentó hablar con los japoneses para aclarar su situación, pero la mayoría no le hacían caso. Unos pasaban simplemente de largo, otros se disculpaban por no ser capaces de hablar inglés, otros le hablaban directamente en japonés, intentando entenderle por unos minutos, otros le sonreían. Pero en realidad nadie parecía ser capaz de comunicarse con Paterson, o simplemente no querían hacerlo. Los niños se reían de él y le señalaban con el dedo diciendo: !gaijin gaijin!.

Seguían subiendo. La escalera parecía no tener fin y además cada vez hacía más frío. Aunque los japoneses, incluso los de mayor edad, iban con expresión serena y tranquila, como si apenas sintieran el esfuerzo de la subida, y eso que parecía que hubieran subido varios kilómetros, a Paterson le costaba cada vez más remontar cada peldañom, y de hecho le producía gran rabia el hecho que unos simples no americanos fueran más resistentes que él. De repente empezó a nevar. Primero ligeramente y luego con gran intensidad, la nieve se fue amontonando a ambos lados del misterioso pasillo.

Un frío húmedo e intenso hacía que los dedos de Paterson se volvieran crujientes como rosquilletas. La altura a la que se amontonaba la nieve seguía aumentando, el viento se colaba entre los poros de la piel, congelando hasta el interior del cuerpo. En un momento dado, el misterioso pasillo de madera estaba casi sepultado, pues la nieve rodeaba la pasarela formando una pared a su alredededor. Si seguía nevando, quedarían enterrados y se asfixiarían. Pero el resto de los japoneses parecían no darse cuenta y proseguían su excursión dominical como si nada.

El aire empezaba a ser cada vez más difícil de respirar, y las botas de tejano de Paterson empezaban a pesarle demasiado. Estaba tiritando y su piel se había vuelto casi azul: iba a morir si nadie hacía nada por él. Pero ninguno de los japoneses que seguían subiendo y bajando por la pasarela parecía darse cuenta.

Y cuando parecía que Paterson no iba a poder seguir subiendo, ni si quiera viviendo, los rayos de sol comenzaron a asomar por encima de la blanca pared de nieve y poco a poco fueron también horadándola, haciéndola así desaparecer instantáneamente, como una letanía lejana justo después de ser olvidada. Poco a poco el verde sustiruyó al blanco, los viejos sonrieron, y Paterson respiró aliviado. Y aunque no se puede decir que estuviera de buen humor, por lo menos ya no iba por ahí con cara de quererle pegar una patada a cada niño que veía. Había empezado a dudar sobre la posibilidad de encontrar arriba los ninjas, los robots, las gheisas y los karatekas, pero la curiosidad y el hecho de ver a tanta gente subiendo y bajando le movían a seguir avanzando por las larguísimas escaleras.

Poco a poco la montaña había también ido cambiando de color hasta hacerse rosa. Primero sólo las hojas de los árboles, pero luego también la montaña en sí, los ríos, y también el aire, se hicieron de ese color. Los niños y los viejos fueron los primeros en percibir el cambio, luego las marujas, luego las chicas jóvenes, después el resto de los japoneses, y al final Paterson, que sólo se dio cuenta cuando ya incluso el cielo parecía rosa.

Todo el mundo se agolpó a ambos lados del camino. Muchos sacaron cerveza de sus mochilas, otros incluso pequeñas barbacoas. El bosque de alrededor del templo se animó con cientos de personas llegadas de no se sabe donde. Parecía como si se hubieran vuelto todos locos de repente, como si se les hubieran olvidado todas las normas.

Paterson no se dejó contagiar por el jolgorio. No quería beber cerveza, ni mezclarse con la gente. Sólo le interesaba seguir subiendo, averiguar qué es lo que habría arriba del todo, por qué había tanta gente congregada si no había gheisas ni luchadores de shumo ni karatekas. Gradualmente iba haciendo más calor, el rosa de la montaña se tornó otra vez en verde, el ambiente festivo se fue templando hasta devenir mera jovialidad vespertina.

Hasta que el calor y la humedad se fueron haciendo casi insoportables, y a Paterson se le hizo casi imposible continuar avanzando. Pero ya quedaba poco para la cima, estaba seguro, en cuanto llegara arriba podría tomarse una cerveza fresca. Aunque no fuera una Bud, una cerveza japonesa tampoco estaría mal, necesitaba urgentemente una chela fresca.

Así que Paterson se esforzó por seguir subiendo, pese a que el calor ya casi le mataba. Más que andar, se iba arrastrando, y casi había perdido el juicio. En un momento dado, le parecio que todos los elementos a alrededor suyo se estaban derritiendo materialmente, como si fueran cirios. Eso fue justo antes de constatar que ya no sólo estaba sudando la gota gorda sino que literalmente se estaba deshidratando y parecía que fuera a desaparecer.

James Douglas Parterson avanzaba ya sin saber a dónde iba, impulsado por una fuerza elemental y ciega. Un torbellino de imágenes le vinieron a la cabeza: se vio a sí mismo de pequeño disfrutando con las películas de Rambo; vio a su primera novia y a la última de ellas; vio a Gadafi y a Fidel Castro; vio el ataque a las torres gemelas. En ese momento todo se confundió en su mente. Caminando por un simple pasaje hacia el infierno, entre llamas que habían devorado totalmente el paisaje y a todos sus habitantes, su conciencia se disipó, dejando el camino preparado para la llegada de de la muerte.

Cuando recobró el sentido, se encontraba sentado en la puerta del templo. Estaba anocheciendo y el aire se había vuelto fresco, mas como recuerdo de su anterior agonía le quedaba una desagradable sensación de sequedad en la garganta. Por suerte, había una maquina de cerveza en un rincón junto al templo, y aunque estaba apagada, Paterson pudo pedirle una lata directamente a un monje que salía en esos momentos del templo. Al parecer, habían desaparecido ya todas las barreras lingüísticas, porque sus palabras habían sido entendidas.

El monje le miró por un instante de manera confiada y tranquila, para a continuación reprocharle con un tedioso circunloquio la inconveniencia de su petición. Luego, en una larga exposición, le explicó toda la historia de Japón desde edades inmemoriales, desde la época en que construían una especie de pirámides para enterrar a sus reyes, y le hizo saber sin levantar un ápice la voz que los monjes budistas japoneses odiaban con todas sus fuerzas a los Estados Unidos, y que llevaban décadas rezando para que su país fuera algún día más fuerte que el país de Robertson, y así poder vengarse de los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki arrasando todo Estados Unidos con armas nucleares.

El monje se retiró a sus aposentos después del larguísimo discurso, no sin antes indicar a Paterson donde se encontraba la habitación de los huéspedes, lugar donde debería pasar a la noche si no quería morir a la intemperie. Después de descansar a sus achas -terminó el monje-, por la mañana, cuando abrieran la cantina del templo, podría comprar una chela o cuantas le viniera la gana, pero a esas horas era imposible porque, como rezaba el cartel, el servicio del bar había terminado a las cinco. En ese momento, Paterson entendió Japón por primera vez en su vida.

HATSUMODE

Estaba anocheciendo y hacía mucho frío cuando Osui-san llegó a la estación de tren de Ishikiri para celebrar el hatsumode o tradicional peregrinación de año nuevo al santuario sintoísta. En general, a Osui le encantaban los santuarios japoneses. Construídos normalmente en los lugares más tranquilos, por ejemplo al pie de las montañas, en la profundidad de los bosques, o junto a los ríos, eran lugares en los que un podía relajarse en contacto con la naturaleza, la poca naturaleza que quedaba todavía en el mundo que le había tocado vivir. Al contrario que la mayoría de las grandes religiones, el sintoísmo, la religión ancestral del Japón, no adoraba exlusivamente a un dios, sino que cualquier elemento natural era susceptible de ser adorado y sacralizado. Por ello existía un número casi infinito de divinidades, por ejemplo un curso de agua, una montaña, una gran roca, una isla. Era una religión rara, como se decía que habían sido las religiones en tiempos inmemoriales.

De hecho, y eso es algo quizás Osui no supiera, y puede que ni siquiera le interesara, en el pasado, estos santuarios habían surgido como manifestación casi espontánea e improvisada de las creencias del pueblo, y por eso los lugares de culto habían sido en sus comienzos lugares tremendamente sencillos, constando a veces de una simple lápida conmemorativa o un pequeño altar de madera formado por dos simples troncos, junto a un sinuoso y frío camino forestal, en el que detenerse unos segundos a rezar. Aunque después el sintoísmo había crecido hasta convertirse en la religión oficial del Estado y del Emperador, y se habían construído templos enormes, y hasta la religión se había utilizado para justificar guerras, todavía quedaban santuarios entrañables de ese tipo en muchos lugares del país. No dejaba de ser curioso, precisamente, que uno de los países como que más se había ensañado con la naturaleza tuviera en su origen una religión así.

Pero además de esos santuarios de montaña o de río, existían también los santuarios de ciudad. Santuarios que en el pasado quizás hubieran tenido alguna conexión con el medio natural pero que habían sido complamente cercados por el monstruo urbano y hoy en día están totalmente rodeados de asfalto. De ese tipo, había tantísimos en Osaka, e Ishikiri jinja, el santuario de Ishikiri, era uno de ellos. Si bien, al encontrarse en un suburbio periférico, y no el centro, en la zona apenas había rascacielos, ello no impedía que a cada paso se notara esa típica sensación de estrechez de tantas grandes ciudades asiáticas. Y además, con los edificios humildes, algunos hechos de mera chatarra o de trozos de otros edificios, ascendiendo apretujados por la montaña, el barrio de Ishikiri parecía una combinación entre los cerros de Caracas y una ciudad futurista tipo Blade Runner. Y como telón del fondo, como una alfombra de luciérnagas, la propia ciudad, con sus enormes rascacielos. Un panorama hermoso y romántico digno de aquellas películas americanas de antaño. Y es que la noche era quizás el único momento en que Osaka, esa jungla de cemento sin parques ni edificios históricos, que por el día parecía más un montón de piezas de tente dejadas caer a al azar las unas sobre las otras, se convertía en una ciudad hermosa. Por lo menos cuando era contemplada desde arriba.

Después de recrearse apenas unos segundos con esa bella estampa nocturna, Osui descendió hacia el santuario con cierto nerviosismo, pero a la vez llena de optimismo y confianza. Desde tiempos inmemoriales, los japoneses seguían la tradición de acudir al santuario a rezar en año nuevo, o como más tarde el día segundo o tercero. Primero lanzaban unas monedas a la hucha de la caridad y rezaban o pedían un deseo. Luego, en la parte posterior del tiemplo, hacían una nueva donación y recibían la predicción para ese año. Si la predicción era mala, ataban el papelito en donde éste estaba escrito a la rama de un árbol, y de esa manera los malos augurios quedaban en teoría conjuradas. O al menos eso es lo que los japoneses pensaban. De cualuier forma, últimamente el sistema había cambiado y la profecía se había convertido en sentencia irrevocable e irreversible, así que de nada servía ya colgar el papel en el árbol.

Mientras avanzaba por el estrecho callejón rodeado de tiendas que hacía de antesala al recinto religioso en sí, Osui iba fijando la vista en los diversos productos tradicionales que en los escaparates se ofrecían, si bien su intención era dirigirse directamente al santuario sin comprar nada. Muchos de los comercios situados en los alrededores de Ishikiri jinja no habían cambiado en siglos y, como tantos otros negocios de los que aún quedaban en todas las ciudades y pueblos japoneses, seguían fabricando la mercancía según los métodos tradicionales del lugar, con la única diferencia de que últimamente las tareas más duras las hacían los robots. Al contrario que los robots de Umeda, Namba, Kitashinchi y Shinsaibashi, que eran los más avanzados y elegantes del mercado, la mayoría de los robots de Ishikiri estaban considerablemente oxidados y viejos, y de hecho, a muchos de ellos les faltaba algún miembro, o algunas sus piezas originales habían sido sustituidas o reparadas utilizando como recambio material desguazado o piezas de antiguos electrodomésticos, o por chatarra reciclada de los vertederos industriales. De la misma manera, algunos de los viejos que acudían al santuario para pedir una cura milagrosa también tenían implantes robóticos en su cuerpo. Pero mientras que los implantes de los ricos no desentonaban del resto del cuerpo, pues estaban confeccionados utilizando tejidos orgánicos que imitaban el color, la forma y la textura de la piel humana; los viejos de esta zona usaban implantes oxidados o piezas descartadas de otros objetos., cosa que les hacía parecer similares al Terminator meramente mecánico de la primera parte de la secuela.

Osui recordó en ese momento una conversación que había mantenido unas décadas antes, cuando acababa llegar a Japón desde su país natal, China, con un compañero de clase de japonés llamado Barata. Durante aquella conversación, Barata le había contado cómo los Estados Unidos estaban preparando avanzados robots para la guerra, incluyendo un avión no tripulado capaz de bombardear objetivos remotos mientras era controlado a miles de kilómetros de distancia, como si se tratara de un videojuego. Si todo eso le había parecido terrible, mucho peor era sin duda lo que había pasado después, cuando el nivel del mar había subido haciendo desaparecer países enteros. A menudo, Ousi se preguntaba qué habría sido de Barata y del resto de sus compañeros de clases. Llevaba décadas sin encontrarse con ninguno de ellos. Pero al fin y al cabo, tampoco sabía nada de su propia familia. Cuando las cosas se habían empezado a poner feas, había intentado por todos los medios volver a China para visitarlos. Pero en esa época ambos gobiernos habían impuesto el toque de queda, haciendo imposible entrar o salir del país. Sólo los políticos y las estrellas del pop, así como algunos multimillonarios, tenían autorización para cruzar las fronteras. Aunque no hay que olvidar a los que lo hacían ilegalmente. Cazatalentos, exhiliados políticos, inmigrantes. Gente que se jugaba su propia vida para perseguir su sueño o huir de una existencia que se había tornado pesadilla. Muchos de esos fugitivos acababan en barrios marginales como el de Ishikiri.

A Osui no le habían caído nunca bien los robots. Desde el principio, había pensado que si se llegasen a producir robots inteligentes estos se dedicarían a manipular a las personas o a exterminarlas. Pero no había sido así. En cuanto surgieron robots capaces de pensar y sentir como los humanos, lo que ocurrió es que se hicieron corrompibles y perezosos, y perdian el tiempo en actividades tan absurdas como las que hacían las personas corrientes. Así que, aunque también había robots honrados y decentes, la mayoría, o desperdiciaban su tiempo libre en el pachinko, o pensando en la manera de escaquearse del trabajo lo máximo posible, o creyéndose las mentiras que decía el gobierno, o participando en manifestaciones fascistas o buscando la forma de timar a las personas o a otros robots. Ishikiri, sin ir más lejos, tenía muy mala fama por culpa de sus carteristas, muchos de los cuales eran elllos mismos robots. Robots que en un principio habían sido diseñados hermosos e inteligentes, capaces de superar al hombre en cualquier ámbito, pero que habían acabado pervirtiéndose y perdiéndolo todo y teniendose que trasladar a buscarse la vida en lugares como Ishikiri, donde vivían los peores buhoneros, traficantes, adivinadores de mano, fugitivos e inmigrantes ilegales de países que desaparecieron bajo el océano.

Ya había casi llegado, pues al fondo se veía el torii o puerta de entrada al recinto, y la multitud que acudía al mismo había ido aumentando hasta el punto de que no se podía seguir avanzando sino muy lentamente y con la gente que iba detrás respirándote casi en la nuca. También era mayor el número de tiendas de comida tradicional que se veían a ambos lados de la calle, alineadas cada vez más apretujadamente junto con unos misteriosos comercios en los que se leía la mano. De vez en cuando, había también pequeños santurarios secundarios dedicados a divinidades menores con diversas propiedades curativas.

Al entrar en el santuario, Osui se puso a la cola de los que esperaban para hacer la donación. Pese a la gran aglomeración que había y la enorme importancia del momento, los japoneses esperaban con paciencia su turno, siguiendo ordenadamente a la persona que tenían delante y guardando escrupulosamente el orden. Ah, as buenas maneras y el orden. Una de las tradiciones japonesas que más le gustaban a Osui, y una de las pocas que no se habían perdido en esas épocas tan difíciles. Como la fila avanzaba más rápido de lo que había pendado, tras unos quince minutos haciendo cola, Osui llegó al fin al edificio central del santuario, e, igual que hacían las demás personas, lanzó unas monedas y rezó una pequeña oración, haciéndole a Dios la misma petición que le había hecho en los últimos años desde que los océanos se habían desbordado y la vida en los territorios que no habían quedado sumergidos se había vuelto un infierno para tantas personas. En Osaka, por ejemplo, el agua se había tragado gran parte de la ciudad, de manera que ahora el puerto estaba casi en Umeda, que antes era casi el centro geofrçafico. Algunos de los rascacielos de la antigua zona portuaria se habían convertido equeños islotes que sobresalían unas decenas de metros por encima del nivel del mar. A continuación accedió a la parte trasera del templo y se puso hacer cola en una nueva fila que partía desde de los tenderetes en los que las sacerdotisas sintoístas, con sus uniformes a lo Star Treck, controlaban que todo el mundo pagara los cien yenes que costaba el omikuji con la predicción para el nuevo año. A parte de las sacerdotisas, a Osui le llamaban la atención los guardias de tráfico que controlaban a las multitudes con sus sables láser. Tras pagar los cien yenes, la sacerdotisa asintió con la cabeza. Osui metió la mano en la caja y rebusco entre todos los omikujis hasta atrapar al azar uno de los que se encontraban en el fondo. Si hasta entonces había estado completamente confiada en su suerte, en ese momento se le puso la piel de gallina y el corazón le empezó a latir con gran violencia. Abrió el papel en la que su suerte para este estaba escrita. Al ver lo que había escrito, lanzó un grito de alegría. Ooyorokobi. Mucha suerte. Iba a poder seguir viviendo otro año. Desde que las cosas se habían puesto difíciles en la tierra porque el nivel de los océanos se había desbordado, tragándose naciones enteras y una parte considerable de la superficie del Japón, debido a la falta de espacio en la tierra para producir la comida y la energía suficientes para alimentar a todas las personas y a las maquines, los gobiernos habían tenido que fijar límites de población y establecer un método para no superar esos límites. En Japón, excepto una élite de artistas, personalidades destacadas del espectáculo, de la política, del pop y de la familia imperial, el resto de la población tenía que participar cada año en el sorteo en el que se determinaba quién podía seguir viviendo y que no. Bien pensado, era sin duda de una gran crueldad decidir algo tan importante como la vida o la muerte de una persona mediante un simple sorteo.

Pero Osui se consideraba así mismo una persona afortunada. Y objetivamente era cierto. Tenía gran suerte de vivir en Japón, donde al menos, gracias a la nueva administración Hatoyama, que ya llevaba 35 años en el pode, se realizaba un sorteo. Pues en su país, igual que en los Estados Unidos, el gobierno elegía directamente quién debía morir. Lo mismo que pasaría en Japón si el partido de Aso y de Koizumi se hubiera mantenido en el poder hasta entonces.