domingo, 19 de mayo de 2013

EL MARIDO PERFECTO

Era uno de los días más felices en la vida de R. Kikukawa, el día con el que había estado soñando desde que era niña: el día de su boda. A partir de ese día compartiría su existencia con su marido perfecto, un hombre guapo, trabajador y amable que la cuidaría y la protegería durante el resto de su vida. Aunque en realidad se podía decir que lo había estado esperando durante toda su vida, esa tarde, la tarde definitiva en la que se consumaría definitivamente el matrimonio,  es cuando de verdad se había dado cuenta de que por fin iba a tenerlo. Se había pasado el día en casa realizando con toda devoción los preparativos para recibirle. Había limpiado el apartamento en profundidad y lo había adornado de la mejor manera que había podido imaginar, poniendo todo su empeño y su corazón en cada acto. Había ido a comprar la cerveza preferida de su futuro esposo, un póster de su equipo de béisbol favorito, una gran tarta. Desde entonces, y hasta el fin de sus días, haría cualquier cosa para conseguir la felicidad de su marido...


No le había costado poco esfuerzo conseguirlo. Había tenido que trabajar duro. Levantarse pronto cada mañana en el sucio invierno de Osaka. Ahorrar una gran cantidad yen a yen. Lo había comprado en la enorme tienda de electrodomésticos, robots y trastos para el hogar de Umeda. No era el mejor modelo de marido que había en venta, pero sí uno de calidad media-alta, bastante caro, ya que, una vez había decidido gastarse el dinero en él, había que hacer las cosas bien y no quedarse con cualquier idiota. Aunque para las características que reunía, en comparación con los otros modelos a la venta, resultaba un auténtico chollo. Por el precio, por ejemplo, del modelo “el marido más guapo del mundo” (pero con la cabeza casi totalmente hueca), el que R. había elegido no era sólo bastante guapo sino inteligente y creativo, sensible y trabajador, limpio y educado, y además de los que ayudan a su esposa en las tareas domésticas. Ah, tras varios años trabajando, por fin había reunido el dinero suficiente para comprar el marido perfecto. Y además, por la compra de un artículo tan caro, recibía una gran cantidad de puntos que podía utilizar en la siguiente compra, con lo cual el microhondas, la lavadora el sillón masajista o la nevera le saldrían gratis. Iría con él a elegirlo. Un sábado por la mañana que no tuvieran pensado ir a ningún sitio, o que lloviera, irían al centro comercial de la mano y lo comprarían.

En realidad, nunca había estado a favor de este tipo de electrodomésticos o seres humanos, ni de que existiera la posibilidad de comprar por internet a la persona con la que vas a pasar el resto de tu vida. No es natural. El amor no se compra. Y además eran bien caros. Y sólo tienen dos años de garantía, así que, si con el tiempo se vuelve gordo, borracho, ludópata, un cerdo, etc., la empresa ya no responde y te lo tienes que comer con patatas. Pero una amiga había probado y sorpresivamente, le había funcionado a las mil maravillas. Al tipo le gustaba pasear por las montañas, sabía pintar, montar a caballo, disparar con arco, y ayudaba en las labores del hogar. Incluso le había dado un hijo ya, y estaban esperando el segundo. Así que al final, harta de su soledad y del aburrimiento de la vida japonesa, había decidido probar ella misma y se había gastado casi todos sus ahorros. El que había comprado R. sabía preparar comida japonesa, pero con el tiempo se podía actualizar para que también preparara comida italiana, china, española, y francesa. Sin duda, valía totalmente la pena.

El tiempo de la entrega había llegado, y R. contemplaba una y otra vez el reloj con gran ansiedad. Había dado ya los últimos retoques al piso, le había planchado las camisas otra vez, mil veces había recolocado el florero en el centro de la mesa de la cocina y el vino francés que pensaba regalarle. Al fin, pasaban 20 minutos de la hora pevista de entrega cuando sonó el timbre. “Ya ha llegado “se dijo R. Kikukawa- Y su corazón tembló de emoción. Un hombre corpulento con el uniforme de Yodobashi Camera (la tienda de electrodomésticos) entró en la casa empujando una carretilla en la que a su vez había una gran caja. “¿Dónde se lo dejo?”preguntó el hombre con desafecto. Luego dejó la caja en el lugar adecuado, pidió a R. que le firmara un recibo y se retiró con una ligera reverencia.

R. no perdió el tiempo en dirigirse a abrir el paquete, llena de alegría. Su corazón flotaba. Y en eso que al final, tras muchos esfuerzos que acometió con todo el entusiasmo y la emoción del mundo, abre el paquete y se ve un pordiosero gordo y feo con olor a vino barato, y además con pinta de extranjero. “¿Tú quién eres?”-le dice secamente-.Y el tipo, o porque no hablaba japonés o porque era tonto, no contesta. “Ya lo sabía yo, que estas cosas no funcionan. “-Y luego piensa un poco y acaba diciendo: ”Bueno, no es para tanto. Los de Yodobashi Camera se han equivocado y me han traído a un mendigo, y encima, como el repartidor ya se ha ido, no puedo reclamarle.””Pues nada, mañana me lo cambiarán por el modelo adecuado”. Y tras otros minutos reflexionando en silencio le dice al final al pordiosero-. ”Tu métete en la caja que te voy a devolver a la tienda para que me traigan el marido que he pedido. Y no te pongas triste, pues no es mi intención ofenderte. Simplemente es que no eres el producto que yo había solicitado.”


Los de la tienda no querían reconocer su error. Según sus registros, estaba todo en orden. El marido modelo “compact” con destrezas artísticas especiales y el kit de colaboración en las tareas del hogar había sido retirado del almacen y enviado a la dirección correcta. De todas formas, tras insistir, enviaron otro técnico a casa de R. “ Tiene razón, señora, en 30 años en el negocio jamás había visto algo así. Le pido disculpas en nombre de la empresa. Ya me llevo a este engendro y le traigo el bueno.”

Total, que al día siguiente vuelve el gordo con otro paquete, y al abrir la caja, para sorpresa de todos, se ve la cara del mismo pordiosero. R. se le queda mirando con cara de odio y luego se empieza a quejar al empleado que se lo ha traído. Su boda arruinada. Otra vez el guiri que no habla japonés. Y que está gordo. “Devuélvame el dinero y lléveselo”-le dice al tipo. El hombre se va, y R. Kikukawa se queda en casa, sola otra vez y sin el marido de sus sueños. Ese día esta tan triste que ya no quiere hacer nada más. Su esperanzas están arruinadas. Se asoma al balcón, y contempla la caótica jungla de asfalto que es Osaka, sin edificios históricos, sin apenas parques. A partir de ahora su vida se reducirá de nuevo a esas largas jornadas laborales, levantándose todas las mañanas temprano para ir a su odioso trabajo. Viviendo en soledad el resto de su existencia, entre la masa anónima, sin nadie que la comprenda o la quiera, sin ningún motivo para seguir viviendo.

En esos momentos, en el parque de la esquina, el pordiosero español gordo de la caja está deprimido también. De tanta tristeza que se acumulaba en su corazón, no se le había ocurrido otra cosa que comprarse un pack de cervezas strong y bebérselas de un trago, cayendo fulminantemente en estado comatoso.

Poco después, unos pordioseros del parque le han visto y han corrido en su ayuda.Tras varios esfuerzos, han conseguido reanimarle. Ahora están todos juntos sentados en el mismo banco, bebiendo sake de cartón, pero mientras los otros mendigos se dedican a insultar a la administración Hatoyama, acusándola de todas sus desdichas, el suelista español les cuenta su triste historia de amor en un japonés muy bueno pero con pronunciación un poco extraña.

“Soy un pordioero español que vino a Japón atraído por la calidad de sueling. Había oído que en Japón los pordioseros duermen en los bancos sin ser molestados por ningún neonazi, que los hombres de negocios a menudo pasan la noche en los parques y que hasta las abuelas se tajan con cerveza de ocho grados. En España, aunque soy considerado por los expertos uno de los mejores suelistas del mundo, el sueling es un deporte minoritario que no atrae la atención sino de una élite de bohemios cultos y refinados.”

“Mi vida en en Osaka era sencilla, realizando sueling día y noche, y por las tardes iba a Yodobashi Camera a utilizar gratis el sofá-masaje, y después al supermercado de los grandes almacenes a merendar gratis con los productos para degustar que ese supermercado siempre ofrece a sus clientes”

“Era feliz con esa vida sin responsabilidades, pero notaba que en el fondo de mi corazón me faltaba algo. Hasta que una de esas tardes, en el Yodobashi Camera me pasó algo que cambió mi vida. Mientras pasaba por la sección de maridos perfectos de la tienda de electrodomésticos, mis ojos se posaron casualmente sobre una chica que estaba en esos momentos comprando uno. Era una chica preciosa, no de esas japonesas de rostro delicado y perfecto que parecen muñecas, sino una chica normal y corriente, vestida con ropa normal, y sin pintar. Con una mirada preciosa, llena de amor y de bondad, aunque también de soledad, y con una forma de sonreir que me pareció maravillosa. Pero por encima de todo, lo que me llamó la atención de ella es que no llevaba maquillaje. Era la primera vez que veía una chica japonesa sin maquillar y por eso me había quedado mirándola sin darme cuenta. Era preciosa”


“Me enamoré de ella al instante, así que me dediqué a escucharla desde cierta distancia mientras pedía consejo al dependiente. Aunque la mayoría de las mujeres japonesas buscan un hombre millonario, ella solicitaba un hombre bueno y amable que la cuidara durante el resto de su vida, producto difícil de conseguir en el mercado. Me di cuenta de que el interior de esa chica era tan hermoso como me había parecido ver en sus ojos unos minutos antes. Entonces pensé que un ser humano tan maravilloso no merecía un marido perfecto producido en serie en una fábrica sino un marido perfecto producido por la madre naturaleza. Así que decidí esperar en el almacén para dar el cambiazo y meterme yo en la caja y ser así transladado a su casa y convertirme en su marido. Y cuidarla y amarla por el resto de su vida.”

“Por desgracia, mi pinta desaliñada la debió asustar, y aunque soy pordiosero inteligente, culto, con don de lenguas, y mi japonés es de calidad bien alta, el hecho de estar profundamente enamorado de ella me provocó tal nerviosismo que no fui capaz de presentarme adecuadamente, y no sólo eso, sino que apenas pude hilvanar palabra, de tan emocionado como me encontraba. Así que fui rechazado dos veces, y aquí me encuentro, desesperado y al borde del suicidio por culpa del amor.”

Los otros pordioseros, entre trago y trago de sake de cartón, escuchaban con gran atención y emocionados la triste historia del pobre suelista español que se había enamorado de la chica japonesa. Todos se solidarizaban con él, y como muestra de apoyo le metían enormes trozos de sashimi en la boca para ayudarle a mitigar el sufrimiento.

“Me había prometido a mí mismo convertirme en el marido perfecto. No un tipo millonario y machista que simplemente pusiera la pasta que hace falta para vivir y que la usara de robot en la cocina y en la cama y le regalara a cambio expensivos regalos, sino alguien que la apoyara y la quisiera durante el resto de su vida. Haciendo que su existencia fuera más hermosa, más divertida; cocinando, viajando y riendo con ella, provocando su felicidad en cada momento. Incluso estaba dispuesto a dejar de hacer sueling excepto una vez a la semana. Además, casarse conmigo sería gratis, y por tanto se iba a ahorrar millones y millones de yenes si decidía no comprar el marido de la tienda de electrodomésticos. Tenía la intención de invitarle a pasar las vacaciones a España, y además, con los dos euros que tenía ahorrados había comprado dos billetes de avión de Ryanair para ir a pasar unos días de luna de miel a Venecia. Pero mi plan ha fracasado y no me queda otra opción que suicidarme ”


En esos momentos, R. tenía también ganas de suicidarse y había decidido emborracharse con sake de cartón por primera vez en su vida y luego arrojarse al río más contaminado de Osaka y puede que de Japón, el Dotombori, río del que nadie había salido vivo antes. Pero entonces, al pasar por al lado del banco, había visto al suelista sentado de espaldas, y aunque en un principio le habían entrado ganas de golpearle, al escuchar su historia había pasado de la simple curiosidad al interés verdadero, y poco a poco sus palabras la habían ido conmoviendo hasta que sin darse cuenta, se había encendido la llama del amor en su pecho.

Así que, contenta de no haber comprado el marido perfecto, se acercó al suelista de gran corazón pero que emitía un olor a sashimi y a sake desagradables y le dijo que si era capaz de ducharse y de quitarse ese aroma pestilente, podrían vivir juntos el resto de su vida.

El suelista se duchó, y se casaron, y a su boda acudieron suelistas y pordioseros de todo el Japón, y desde ese día la vida de R. Kikukawa fue más hermosa, cocinando, viajando y riendo con ese extranjero bondadoso pero algo extravagante, ahorrando millones de yenes en caprichos estúpidos, moda y robots; yendo cada año a España y a Venecia, China, y a cientos de lugares maravillosos en Japón y en el resto del el mundo.