martes, 30 de abril de 2013

LA LIBERALIZACIÓN DE LAS STRONG

El Primer Ministro Hatoyama se vio obligado a tomar una de las decisiones más difíciles de toda su etapa al frente del gobierno. Una decisión complicada, y que sin duda muchos sectores de la sociedad no entenderían, pero que era absolutamente necesaria para garantizar el futuro del país y para restablecer la confianza de los mercados. Una ley que todos los gabinetes anteriores sabían que debían sacar adelante lo antes posible, por el bien de todos, pero que al final, por falta de visión estratégica, o por miedo a la reacción del electorado, nadie se había atrevido a proponer al parlamento. Esa tardanza en aplicar una medida tan importante había  provocado que las situación de las finzanzas públicas se hubiera seguido deteriorando con los años, haciendo que el público estuviera más y más descontento con su clase poítica y que para cada nuevo gobierno fuera todavía más difícil hacer tan necesaria reforma.

Una resolución impopular para algunos y polémica para casi todos, pero absolutamente imprescindible para el conjunto de la sociedad. Se trataba de limitar el límite máximo de grados que podían alcanzar las cervezas comercializadas en todo el territorio nacional. La liberalización de las strongs. El límite estaba por el momento en 8, cantidad que ya los expertos la consideraban muy alta para tratarse de cerveza, pues con esa graduación uno se emborrachaba ya bastante con sólo un par de latas. Pero ya era hora, por el bien de la libertad de empresa, de eliminar esa absurda ley y permitir cervezas de tan fuertes como el consumidor pudiera libremente aceptar. De hecho en otros países del mundo existían cervezas de 10, e incluso una de 24 grados. Pero en Japón, se mantenían de espaldas a la modernidad, con la típica Strong 8 que se vendía en todas las tiendas de conveniencia desde hacía décadas. No era suficiente para un país ambicioso y con orgullo como el nuestro.

A los pocos meses de ser promulgada la nueva ley, Asahi, el fabricante más popular del país, lanzó al mercado una Strong 9, y su gran rival, Kirin, pronto le contestó con una strong 10. De ahí se pasó a la strong 13, 19 y a la mítica 29, que ya era una barbaridad y hacía que te emborracharas con una sola lata. Pero el público se había ido acostumbrando y demandaba productos mucho más fuertes, así que se seguió subiendo hasta llegar a aberracíones como la strong 50, la 69, la 88 y finalmente la strong 100, que te tajaba de un trago.

Gracias a las nuevas strongs radicales, la vida de los japoneses cambió grandemente, lo cual permitió al gobierno sacar adelante sus nuevas políticas. Ahora todo el mundo era feliz porque estaba siempre borracho o de resaca. Los asalariados salían del trabajo, y se metían al bar para tajarse bebiéndose su única Strong diaria. Los que no tenían trabajo simplemente se pasaban doblados desde la mañana hasta la noche. Las amas de casa, justo antes de dormir, entraban en un estado de dicha artificial comparable a los tiempos en los que se habían sentido queridas por sus esposos, esposos quienes ahora se mantenían en situación de permanente mal humor por culpa del trabajo, el pachinko o el béisbol. Los pordioseros, a su vez, en los parques dormían como lirones y se sentían como si estuvieran durmiendo en un palacio. Era un chollo para todo el mundo. Por los mismos 140 yenes (un poco más de un euro), que costaba la antigua strong 8 o las cervezas normales del pasado, pillabas una taja entera cercana al coma etílico, ahorrandote un tiempo y un dinero que eran vitales en las duras junglas de asfalto que eran las ciudades japonesas.

De manera que pronto se llegó a un punto en el que la gente era absolutamente feliz y no se preocupaba en absoluto de la vida política del país, ocupados como estaban esperando a la siguiente taja que les curara la resaca de la taja anterior. Y el gobierno pudo llevar por fin a cabo sus ambicioso programa de reformas económicas y recortes para restaurar la confianza de los mercados, y sin ninguna oposición ciudadana se implantó el despido a cambio de una caja de alcachofas, la jornada laboral de 65 horas diarias, el contrato de un minuto y quince segundos y la jubilación a los 95 tacos.

Cualquier atisbo de movimiento contestatario ciudadano que hubiera existido en el ya de por sí conservador y socialmente taimado archipiélago de ojos rasgados desapareció totalmente gracias a las nuevas chelas que provocaban mucha más satisfacción, a mucho menor precio, que el mejor sistema de bienestar social escandinavo. Aunque las reformas del gobierno seguían castigando atrozmente a las clases medias y trabajadoras, y privándolas de todas las conquistas sociales de los últimos 100 años para beneficio de una pequeña élite de banqueros y de multimillonarios, la gente parecía estar por fin satisfecha y nadie se quejaba de nada, una situación que recordaba a la de la España de Zapatero, justo antes de que el barco se hundiera definitivamente y España fuera vendida a pedacitos a una multinacional taiwanesa. Igual que en España, se dijo que la reforma ayudaría a generar empleo, pero lo único que consiguió es hundir más la economía del país, pues la reducción del gasto público sólo hizo que se perdieran puestos de trabajo y que disminuyera la recaudación del Estado. 

En esa coyuntura, "los mercados" empezaron a presionar al resto de los países para que siguieran el ejemplo japonés de elevar la graduación de la strong que se vendían en cada uno de ellos. En cualquier país donde hubiera leyes que limitaran el número de grados de la cerveza, empezaban a acosar al gobierno, acusándole de populista, cercano a Eta y a Hugo Chávez, antiamericano y en contra de la libre empresa, de la democracia, de la Constitución, de la libertad y de los acuerdos de Maastrich. Un país donde la gente no bebiera por lo menos strong 30 era considerado poco competitivo, de escaso atractivo para los inversores. Se arriesgaba por tanto a que los capitales se fugaran a lugares donde las rentas generaran beneficios más altos, paises "más abiertos a la inversión". Y así es como los gobiernos fueron cayendo poco a poco y los capitalistas volvieron a adueñarse del mundo que se les había estando escapando en los últimos años por culpa de Hezbolláh, Lula, Chávez, Evo Morales, los chinos, Putin, Corea del Norte, las Farc, Hamás, el blog del Chino Muerto y la guerrilla maonista del Nepal.

Hasta yo mismo estaba en esa época totalmente idiotizado. Aunque anteriormente a las superstrongs ya me tajaba casi a diario, a partir de la nueva normativa cesaron de tener ningún contenido literario ni filosófico, y desaparecieron totalmente las largas discusiones políticas que solía mantener con mis compinches suelistas. Poco a poco dejé de escribir hasta el blog del Chino Muerto, el único blog con varios Premios Pullitzer y que alquilaba pisos en el centro a un euro. Vivía sólo para curar lo más rápido pasible mi brutal resaca de cada mañana y transformarlo en una nueva taja de strong 200, la cerveza que te emborrachaba con una sola gota. Tajas irracionales y silenciosas, ábsolutamente robóticas, en las que apenas intercambiaba ni una sola palabra con mis compañeros de banco.

Una de esas mañanas apareció en el parque un nuevo pordiosero distinguido vestido con elegante traje de marca, el pelo perfectamente engominado y una forma de hablar refinada y culta que contrastaba con el sucio acento de Osaka de los mendigos que yo había conocido hasta entonces. El mendigo elegante se sentó a mi lado y me dijo que se llamaba Hatoyama. Era el mismo nombre que el Primer Ministro que había aprobado la ley que permitía strongs ilimitadas. Pero yo ya no me acordaba del nombre ni del Primer Ministro actual, ni del mío propio. Por eso el hombre abrió su maletín y me mostro varios periódicos y revistas en los que aparecían fotos suyas, al pie de las cuales se decía que  el Primer Ministro Hatoyama expresó ayer en rueda de prensa su voluntad de esto o lo otro o Hatoyama hizo énfasis en la necesidad restablecer la confianza del electorado, e innumerables sentencias de ese tipo que los políticos repiten todos los días sin saber que significan.

Pues bueno, que al darme cuenta de que se trataba de un personaje verdaderamente ilustre, le ofrecí una cerveza que tenía guardada para ocasiones especiales, ni más ni menos que una litrona de strong 250 grados, la cerveza que te tajaba con solo olerla. Pero Hatoyama me la rechazó indignado, y pasó a contarme la historia de las strong y de como  había dimitido de sus funciones, preso del más doloroso remordimiento, tras firmar, presionado por el FMI y el Club Bilderberg, la ley para la liberalización de las strongs, que él mismo calificó de diabólica e inhumana. Estaba arrepentido del daño que había hecho a su país y quería que la población supiera la verdad. Es por ello que había venido al parque a pedirme ayuda, pues yo, en su época en el gobierno, había sido su más bravo opositor.

Parece ser que durante ese tiempo, yo había estando organizando a los pordioseros y lanzándolos contra el gobierno, y gracias a nuestra tenaz lucha les habíamos obligado que nos concedieran algunas reivindicaciones, como por ejemplo sanidad gratuita para el parque (sanidad gratuíta de la que no gozaban el resto de japoneses), una biblioteca llena de periódicos viejos y también cajas gratuitas para dormir que nos traía todas las semanas en camión una asociación de caridad cercana al partido en el poder. No era mucho, pero considerando que la seguridad social en Japón es prácticamente nula, y que el gobierno en Japón tiene como única función relevante garantizar la seguridad de las bases americanas en Okinawa, eran grandes conquistas. Además, al fin y al cabo no eramos sino un pequeño grupo de mendigos que vivíamos en un parque de una ciudad dormitorio de Osaka.

Yo no me acordaba de todo eso. Pero Hatoyama me enseñó fotos en las que yo aparecía al frente de las manifestaciones. También me explicó que en esa época, dada la inexistencia en Japón de una izquierda fuerte, mi grupo de pordioseros y yo habíamos sido el colectivo contestatario que más le preocupaba al Poder, y que por eso habíamos estado continuamente en el punto de mira del gobierno. Y hasta tal punto nos habíamos convertido en una molestia que Hatoyama casi había convertido al Departamento de Estado yanqui para que nos incluyera en su lista de organizaciones que debían ser ilegalizadas porque no habían condenado el terrorismo, pese que yo ya había dicho en mil ocasiones en mi blog que el peor terrorista del mundo era el nuevo negrata que ocupaba la Casa Blanca. "Siempre metemos pacifistas en la lista, como por ejemplo Evo Morales o a Nelson Mandela. Por el contrario, a militaristas radicales, como Henry Kissinger, el Dalai Lama u Obama ,les damos premios de la paz."

Vaya noticia. Así que yo había sido un gran revolucionario. Cómo me había podido hundir así, teniendo un pasado tan glorioso. Ya estaba bien de beber strongs de cien grados. Había que contarle a todo el mundo la verdad. Así que nos pusimos manos a la obra y comenzamos a preparar barricadas de strong para detener el tráfico y provocar un caos en la ciudad y así llamar la atención de la opinión pública. Trabajando codo a codo pasamos el fin de semana Hatoyama, los mendigos y yo, sin beber strong de más de 8 grados (ah, la vieja strong 8, con todo el sabor y sólo el doble de grados, pero el triple de calorías, qué gozada, ya no me acordaba); todo el fin de semana escribiendo panfletos, llamando a las radios. Hasta contactamos con Chávez vía Twitter, y el Presidente de verdad nos garantizó apoyó para nuestra empresa y nos prometió que hablaría con los otros líderes nacionalistas de su continente y otros camaradas del eje del mal para difundir nuestras ideas. Hatoyama habló también con un amigo suyo que controlaba un canal de televisión y que iba a concedernos varios espacios publicitarios. Varias radios locales también nos confirmaron su apoyo. El domingo por la noche habíamos terminado de preparar la campaña, que teníamos pensado poner en marcha a partir del lunes por la mañana. Todo el mundo sabría la verdad. Sudorosos en la tórrida noche de Osaka, exhaustos por el esfuerzo realizado, nos miramos los unos a los otros satifeschos e ilusionados.

Es entonces cuando apareció. Un tipo vestido totalmente de negro, con una capa, andares lentos, respiración pesada y profunda, y un horrible casco negro metálico. Darth Vader. Todos los pordioseros le miran sorprendidos mientras se acerca lenta pero firmemente hacia nosotros. Pero Hatoyama ni se inmuta, parece acostumbrado. "Es del Fondo Monetario Internacional"-me dice-"Les gusta ir siempre por ahí con esa pinta, intimidando a la gente y dándoselas de malos".

El emisario del mal no se anda con rodeos. Díce que las fuerzas de paz de la ONU bombardearán y arrasarán nuestro parque al amanecer a no ser que abandonemos nuestro plan de divulgar al mundo la verdad de las superstrongs y de la implicación de las instituciones internacionales y de Estados Unidos en el asunto. Los pordioseros nos miramos unos a los otros. No hace falta ni siquiera hablar. Le digo, haciéndome el valiente. "No nos importa morir. La Muerte es como una taja más larga de lo normal, pero sin resaca." Miro a los otros pordioseros, orgulloso de que en un momento tan importante se me hubiera ocurrido una frase tan buena. A su vez, ellos me miran a mí con orgullo. "Además, Admajimehjad ha dicho que si nos atacáis militarmente borrará Israel del mapa. De hecho, están construyendo una goma de borrar gigante en unas instalaciones subterráneas secretas en el desierto."

Vader respira hondo y se vuelve hacia mí. Por un momento parece como si me fuera a atacar directamente. "Encontraremos también a vuestros familiares y les haremos sufrir uno por uno los más crueles sufrimientos " -amenaza-. "No tenemos familiares. " replico, con lógica insuperable. "Si los tuvieramos, no dormiríamos en un parque. Así que díle a Obama que vaya a Irán o a Venezuela a recoger el próximo Nobel de la Paz si tiene huevos "  Se oye una ovación en el parque. No sólo los pordioseros, sino también las viejas, y las parejas jóvenes con hijos me aclaman.

Gracias a mi resistencia numantina, parece que Vader se da por vencido. Pero cuando ya está a punto de marchar, se vuelve otra vez hacia mí, y como intentando congelarme con su respiración negra y gélida, se queda callado mirándome. Un silencio sienestro recorre todo el parque. Tensa espera. El miedo lo recorre todo. Finalmente, el Señor de la Oscuridad se dirige de nuevo a mí.

-Suministros gratuítos de por vida al parque de la nueva Strong 300.

Eso sí que son palabras mayores. La nueva Strong 300, la cerveza que te taja de solo entrar en el establecimiento donde se comercializa. Miro a los pordios. Están sudorosos y cansados. Parece que todo el mundo tiene sed.

miércoles, 24 de abril de 2013

EL SOPORÍFERO SOPOR DE LA SOPA

Elvar Ata en el metro de Pekín. Un hombre occidental se acaba de sentar enfrente de él, y dos asientos a su derecha.  Tiene el pelo amarillo y de punta, como Sting en Dune, y el rostro extremadamente pálido y mortecino, con barba de dos días y unos exiguos pedazos de carne bajo los cuales casi se le transparentan los huesos de la cara. El hombre mira directamente hacia Elvar sin pudor alguno, con una extraña sonrisa que le hace parecer un perturbado, y cada tantos segundos le dedica una mueca diferente.

 Elvar duda en principio que los gestos vayan dirigidos a él, pero cuando se hace evidente que no hay ningún otro destinatario entre los viajeros chinos que se encuentran en el vagón, comienza a su vez a devolverle al hombre las muecas. Así comienza un intercambio ridículo que se prolonga durante varios minutos, hasta que Elvar se cansa y pregunta directamente al hombre de qué va.

-Soy Dios- responde el hombre con una gran sonrisa de autosatisfacción. Tiene los ojos perdidos, como si se encontrara en otra dimensión o como si en el pasado hubiera consumido prolongadamente grandes cantidades de drogas psicodélicas. -Soy Dios -insiste, ante el silencio de Elvar. Y luego le ordena:

-Pregúntame si tengo alguna manera de probarlo.

Elvar Ata, cuya expresión muestra una creciente curiosidad, obedece sin pensarlo, movido por la incredulidad, pero también por cierta fascinación hacia tan extraño personaje:

-¿Tienes alguna manera de probarlo?- le pregunta.

-Por supuesto -contesta Sting convencido, y luego añade-: pregúntame cómo, por favor.

-¿Cómo puedes probarlo?

-Puedo desaparecer a voluntad.

En ese instante, el cuerpo de Sting desaparece por completo de repente, para varios segundos después aparecer, sin más, sentado junto a Elvar.

-Ciertamente asombroso.

-Gracias. En realidad no soy Dios todavía, pero lo voy a ser pronto. Pregúntame por favor cómo voy a conseguirlo.

-¿Cómo vas a conseguirlo?

-Me he hecho con 4 de los 5 amuletos templarios que coinciden la divinidad a su portador.

  El tren ha llegado ya a la estación de Guomao, en la que Elvar debe hacer transbordo. Nuestro protagonista se levanta y hace ademán de disculparse y despedirse. Pero el otro hombre se levanta también y abandona el vagón a su lado. No tiene ninguna prisa y necesita a toda costa hablarle. Sentados juntos en el siguiente tren, Sting ha sacado de su cartera ciertos objetos extraños:

-El zafiro rojo de Anubis -explica-, que concede la invisibilidad.

-El zafiro rojo de Anubis. -contesta Elvar, como si quisiera aparentar estar poco impresionado

-Y estos son el rubí mágico de las tinieblas, que permite volar, y el lapislázuli amarillo cósmico, que cura cualquier enfermedad. Pregúntame qué más hay.

-¿Qué más hay?

-La esmeralda trapezoidal de jade, que otorga a su poseedor la capacidad de manipular a cualquier persona que se encuentre a la vista. ¿Ves a esa china de ahí?

-Sí, la veo.

 -Voy a obligarla a que se siente a tu lado.

En ese momento, la china a la que Sting se ha referido, sentada en el extremo contrario del vagón, se levanta en silencio y se sienta junto a ellos. Elvar y Sting intercambian gestos de aprobación.

-Sí, sí.

-Ahora -ordena de nuevo Sting- pregúntame al respecto de la última piedra.

-¿Cuál es la última piedra?-, inquiere Elvar. A partir de estos momentos, el discurso de Sting irá adquiriendo u tono solemne y misterioso:

-La tienen los comunistas chinos. Y la utilizan para manipular a todo el mundo. Por eso les va tan bien últimamente. Pregúntame también por favor cuál es la historia de la piedra.

-Explícame por favor la historia de la piedra.

-De inmediato procedo a relatártela:

 "Esa piedra se perdió en las cruzadas cuando un grupo de custodios fue asaltado por sorpresa en Tierra Santa. La reliquia llegó a Damasco, donde estuvo varios siglos, hasta que desapareció después de cierto incendio que asoló la ciudad. En el siglo XVII unos jesuitas fueron asesinados salvajemente en Pekín después de haber pasado varias semanas en compañía del emperador, presuntamente intentando evangelizarle. La reliquia debía de haber llegado de alguna manera a manos de la familia imperial a través de la Ruta de la Seda..."

-Si la tuvo el emperador, quiere decir que ahora estará en las dependencias subterráneas secretas de la Ciudad Prohíbida, custodiada por la cúpula del Partido Comunista. ¿No es así?

-Eso es precisamente lo que yo creo. En la biblioteca imperial, que se encuentra en tales dependencias secretas, hay un manuscrito que escribieron los jesuitas que intentaron recuperar la piedra en el siglo XVII. El manuscrito explica todo sobre la naturaleza de la piedra y cómo obtenerla. El problema es que la biblioteca es un laberinto en el que es casi imposible orientarse; todo está escrito en varios idiomas, incluído el latín, el español medieval, el portugués antiguo, el chino antiguo y el japonés arcaico. Yo me he introducido varias veces en el palacio haciéndome invisible, pero no he conseguido pista alguna sobre el libro...

( ... )

 Han pasado varias horas desde su primer encuentro en el metro, y Elvar ha olvidado ya cualquier otra cita o compromiso que pudiera haber tenido para esa tarde. Ahora Elvar y Sting están caminando por una de las callejuelas que conducen a Tianamén y a la Ciudad Prohibida. Es una típica tarde de verano en Pekín, cuyo húmedo aire parece haberse convertido en una asquerosa sopa de excrementos radioactivos. La sopa es de un marrón pútrido claro, y el ajetreo de cachibaches extraños por las callejuelas de la parte antigua, continuamente agregando deshechos al oxígeno, contribuye tambien a prolongar la sensación de sopor insoportable. Dos chalados han cruzado la calzada sin mirar cargando un andamio metálico de tres pisos con sus propias manos.

-Las cinco piedras tienen gran poder por separado -continúa explicando Sting-, pero juntas su poder se multiplica infinitamente hasta convertir automáticamente en un dios a su poseedor...

 - En resumen -interrumpe Elvar-: pretendes que me haga invisible y me introduzca en la biblioteca imperial, en las dependencias secretas de la Ciudad Prohibida, para poder leer el manuscrito que ayuda a identificar la piedra y el lugar donde se encuentran.

-En cuanto asistí a tu conferencia sobre español medieval en el Palacio de Congresos me di cuenta de que eras mi hombre. Por tu gran conocimiento del español medieval y de los libros antiguos. Porque te escuche hablar fluidamente en japonés y luego te vi leer panfletos en chino durante tu estancia en Pekín. Porque probablemente no haya otra persona en el mundo capaz de hacer este trabajo...

La conversación se prolonga volviendo una y otra vez a los mismos puntos, igual que el periplo de los dos hombres les lleva una varias veces a cruzar la misma esquina o esquinas parecidas. La extraña historia de los jesuitas y el extraño cambio de actitud hacia ellos del emperador, que con tanta amabilidad les había acogido en un principio. El poder infinito de las piedras. Las consecuencias terribles de caer lo amuletos en las manos equivocadas...

Aunque los pekineses no pueden entenderles, y por lo tanto no se alteran ni un apice ante la presencia de estos dos extranjeros imbuídos en tan fantástica aventura, un hombre viene siguiéndoles desde el principio a cierta distancia. Ataviado con gabardina y traje oscuro, les contempla friamente desde detrás de sus gafas de sol y de su periódico. Una figura inquietante como un agente de la KGB, o de la CIA, o quizás un matón a sueldo de unos mafiosos de Chicago. Se trata del clásico espía de las películas americanas de los años 30: el hombre del sombrero. 

(...)

Por fin, delante de la Ciudad Prohibida. Anochecer. Elvar ha recibido de Sting una de las piedras. Los dos hombres se saludan por última vez. Sting promete a Elvar los placeres de la vida eterna si consigue el preciado bien que durante tanto tiempo había estado buscando. Elvar se hace invisible y a continuación se introduce  en las  dependencias secretas y maravillosas de la misteriosa ciudad.

(...)

  Ya. Han pasado varias horas desde que Elvar se hizo invisible y se introdujo en el lugar que por tantos siglos estuviera prohibido para la mayoría de los mortales. Sting no ha parado de fumar en todo ese tiempo, mirando continuamente al reloj y esperando la maldita llamada. Al fin, cuando la noche esta a punto de empezar lentamente a ajarse, suena el teléfono.

-Se dirige hacia allí con la piedra -le dice al fin a Sting el hombre del sombrero-. En cuanto lo veas, utilizas el amuleto para doblegar su voluntad, le arrebatas las dos piedras restantes y acabas con él de un disparo o utilizando el poder de las piedras.

 (...)  

Suena el timbre. Sting saca de su escritorio una pistola y se la mete en el bolsillo, mientras que con la otra mano aprieta fuertemente las poderosas piedras. Abre la puerta de su despacho, convencido de poder asesinar fácilmente a su presa, pero se sorprende al ver que no hay nadie en el rellano.

Es demasiado tarde cuando al fin su mente comprende la sencilla trampa a la que ha sido sometido. Elvar, que estaba escondido en el hueco de la escalera ha salido preso de su escondrijo y de un certero golpe en la cabeza le ha hecho perder el conocimiento. Porcelana china falsa.

  (...)

Ahora los dos hombres están frente a frente en el despacho, y mientras Sting lamenta su estúpida caída, Elvar es el que obliga a hacer las preguntas:
   
-El diamante negro -dice-. En el tesoro secreto del emperador. La localización era demasiado evidente, por eso se te pasó. Incluso sin leer el manuscrito podías haberla conseguido.

-Se nos pasó a todos.

-En realidad, veníamos siguiéndote hace años -le explica ahora Elvar su derrotado contrincante-. No podíamos permitir que te hicieras con tales objetos poderosos. Sabíamos que tus ojetivos eran puramente científicos en principio, pero al no poder conseguir tu mismo la última piedra, vendiste tu alma al Diablo para conseguirla.

-Sólo pretendía usar a los americanos para que me ayudaran con la información y la tecnología. Después tenía previsto abandonarles.

-Quizás, pero nosotros sabíamos que los americanos tenían la intención de matarte a ti y arrebatarte las piedras. Y no podíamos permitir que asesinos tan sanguinarios se hicieran con objetos tan poderosos. Si los americanos reunieran todos los amuletos, el poder de destrucción del capitalismo se extendería sin resistencia por todo el mundo, y todos las naciones e individuos del planeta se convertirían en esclavos suyos.

-Estás con los comunistas chinos, ¿verdad?

-Estoy con los comunistas, pero con los chinos. Pero ahora eso ya no importa...

Elvar ha mirado al techo durante un instante, como soñando. Sabe de su posición como vencedor absoluto en el juego y no quiere ensañarse ni un momento más con su contrincante. De repente, se le ha ocurrido una idea. Es el momento de despedirse.

-Preguntame para qué necesito las piedras.-ordena a Sting.

 -¿Para qué la necesitas?

-La necesito para curar a cierta persona -ahora sus ojos expresan pena-. Una de las pocas personas realmente buenas que hay en el mundo. Quizás el único político no corrupto que existe.

Sting hace gesto de entender. Elvar le contesta con una mueca, una mueca como las que Sting le había dirigido la mañana anterior en el vagón. Sting le devuelve la mueca, ante lo cual Elvar esboza una extraña sonrisa, y otra mueca, y otra, y luego desaparece.

3050: RESCATE A MI MISMO EN TOKIO

Año 3050. Gracias al desarrollo de la robótica, de la nanotecnología y de la biotecnología, Tokio se había convertido en la ciudad más grande que el hombre hubiera jamás levantado, con una población de cientos de millones de habitantes y con rascacielos de miles de pisos de altura que se podían ver incluso desde algunas partes de Oriente Medio.

Era una ciudad tan descomunal que a su lado cualquier fantasía de ciencia ficción del tipo Blade Runner o Star Wars hubiera parecido una mera distracción de niños sin imaginación ,como los nacidos en la década de los setenta y de de los ochenta del siglo XX. La aplicación de la técnica más moderna para mejorar la vida de los ciudadanos era tal que los edificios cambiaban de forma y orientación en función de las oscilaciones del día, para protegerse de las inclemencias metereológicas, para prevenir catástrofes, para mejorar la exposición a la luz, para aprovechar mejor los recursos naturales, etc.

El plano del metro, que en realidad no era plano sino tridimensional (y de hecho, si pedías un mapa en cualquiera de las estaciones, lo que recibías era una holografía), parecía más bien una especie de panal de colores, con cientos de líneas de trenes voladores ascendiendo y descendiendo en diagonal, a veces a decenas de kilómetros de altura, y con columnas verticales por las que ancensores con forma de bala recorrían en breves segundos la gran distancia que separaba las partes superiores y la tierra.

Pero no todo era moderno en esta urbe. Y por supuesto había tradiciones japonesas que no se habían perdido, cosa demostrada por la omnipresencia de los baños públicos. Pequeñas habitaciones acristaladas que parecían flotar entre los rascacielos y que contaban con bañeras comunales de madera que hacían recordar el ambiente del Japón de épocas inmemoriales. Eso sí, unos nanorobots te desnudaban antes de entrar y desinfectaban tu cuerpo sin que notaras nada más que la ligera sensación de frescor que se produce cuando uno se aplica en el cuello un desodorante o un perfume.

Además, para evitar la vergüenza de exponer la propia desnudez delante de extraños, a menudo por la noche, en el interior de esos recintos, las partes nobles aparecían automáticamente censuradas como en las películas X japonesas. Y finalmente, unas barreras invisibles y flexibles que rodeaban a las personas impedían que se produjeran asaltos sexuales, agresiones o rozamientos indeseados.

Yo tenía la suerte de vivir en esta urbe maravillosa en calidad de profesor particular de castellano, y después de cientos de años de experiencia me había convertido en uno de los más famosos de la ciudad. Y había trabajo de sobra, pues el español estaba de moda gracias al auge de Latinoamérica con sus gobiernos nacionalistas de izquierda y a que Estados Unidos se había convertido en República Bolivariana. De hecho, después del chino, la de Cervantes era la segunda lengua más hablada del mundo, y había desplazado al inglés como lengua franca de comercio internacional y como la lengua más estudiada.

Muchos japoneses, de todas maneras, quizás por puro romanticismo, seguían prefiriendo tener un profesor español que hispanoamericano, aunque España hubiera desapareciendo ya definativamente como país. Pues ya hacía años desde que la Monarquía Bananera se había roto por culpa de la bi-dinastía de los Cleptócratas y de la estupidez de los españoles en general, quedando la zona norte en poder del FMI y de Alemania y el sur siendo ocupado por hordas de islamistas radicales salvajes. El Levante, a su vez, había sido vendido a precio de saldo a una productora taiwanesa de películas de Serie B, que lo utilizaba para rodar sus films de terror de bajo presupuesto en los parques temáticos abandonados de la Comunidad Valenciana.

El caso es que en esa época, uno de los cocineros más reputados de Tokio acababa de anunciar en sus círculos íntimos que había conseguido la receta definitiva, el plato insuperable, el guiso más sublime de la historia. Al parecer, después de años de investigaciones, había conseguido realzar hasta el paroxismo el ya de por sí sublime cochinillo tradicional español asado en horno de leña añadiéndole una salsa dulce que contenía higos frescos de la región, vino tinto francés y vinagre de Módena.

Los afortunados que lo habían probado hablaban auténticas maravillas de este nuevo manjar, que sólo con un bocado te hacía sentir un cosquilleo en el estómago como el que se siente cuando uno está enamorado. La combinación de la espesa y dulce salsa de higos con la jugosa y salada carne de cerdo de pocos meses alimentado sólo de leche de su madre producía un placer único superior a cualquier comida que hubiera existido anteriormente.

Para probar este cochinillo no había que ser especialmente rico, “sólo” tener la suerte de estar en el momento justo en el lugar adecuado. Pues no había un lugar fijo en el que se comercializara, sino que su inventor aparecía por la noche sin avisar, una vez a la semana, en un lugar diferente de Tokio, a veces un restaurante de renombre, otra vez un pub de barrio, o en ocasiones en auténticos antros de mala muerte de los suburbios más infames de la ciudad, y convencía a los responsables del establecimiento de que le dejaran preparar el plato en cuestión, que luego era repartido, casi siempre a precio de costo o gratis, entre todos los comensales.

Se dice que los pocos afortunados que probaban el plato solían volver decenas de noches al mismo lugar para esperar a que el chef llegara de nuevo alguna vez a prepararles el mismo menú. Pero sus esperanzas eran siempre en vano, pues el chef tenía la costumbre de no cocinar nunca dos veces en el mismo sitio.

Yo tuve la suerte de ser invitado en una ocasión a degustar el preciado manjar. Pues uno de mis alumnos de castellano, un reputado hombre de negocios de Osaka, contaba entre sus amigos de la infancia al chef en cuestión. Y junto a dos amigos más, entre los que se encontraba el célebre personaje de ficción conocido como “El Último Samurai”, habían quedado para celebrar una comida privada en la que degustarían el alimento del que todo el mundo hablaba en un chalet de una vieja urbanización llena de pinadas que había en el centro de Tokio. Al parecer, tanto al chef como a mi alumno le hacían ilusión que un español acudiera a la cena y diera su opinión sobre esa innovadora forma de preparar el cochino.

En cuanto a“El Último Samurai”, se trataba de un título de carácter oficial otorgado por el gobierno nacional desde hace bastantes años, que elegía de entre una terna de candidatos al individuo japonés que más reflejara el espíritu de la pélicula de Tom Cruise, película, por otra parte, ya convertida en todo un clásico del cine plano. “El Último Samurai” de ese momento era un futbolista japonés, retirado hacía varios siglos, cuyo mérito era el de haber marcado un gol espectacular en un Mundial de Fútbol.

Todo presagiaba una experiencia sublime, pero esa noche cometí el error más lamentable de mi vida. Resulta que primero estuvimos tomando vinos, en el chalet, mi alumno, “El Último Samurai”, sus amigos, el chef,  yo, mientras degustábamos algunas tapas que el chef iba improvisando. Como era una reunión informal, todo transcurría con cierta libertad y espontaneidad, cosa que hizo que la preparación del plato principal se prolongara más de lo previsto. Tal retraso no me hubiera molestado en condiciones normales, pero el caso es que yo tenía una clase privada ese día y tenía que comer rápido y desplazarme en seguida hasta el otro extremo de Tokio.

De todas maneras, aunque un poco justo, el cochinillo acabó saliendo justo a tiempo, y contaba con casi quince minutos para zampármelo. Así que era cuestión de deglutirlo rápido, disculparme y salir pitando y así llegaría a tiempo para dar la clase sin perderme el manjar. El problema es que el chef, como tantos de los genios de entre los que hay en este mundo, era un tipo tremendamente despistado. Y justo al colocar la fuente con el apetitoso alimento se percató de que se había olvidado los platos en Osaka y tenía que ir a por ellos. Aunque la distancia entre Osaka y Tokyo era de unos pocos segundos desde que se había inaugurado el nuevo tren misil que enlazaba las principales ciudades de Japón casi como por arte de magia, había que considerar que el chef tardaría varios minutos en subir a su casa, reunir los platos y volver a la estación.

No me daba tiempo. ¿Qué podía hacer? Debía renunciar al guiso más espectacular del mundo, que probablemente no volvería a tener la ocasión de probar nunca, o llegar tarde a clase. Ahora que lo tenía humeando casi delante, y después de haber fantaseado tanto tiempo con ese momento, renunciar al cochinillo parecía una tarea harto difícil. Pero fallar a mi alumno también me resultaba doloroso. Desde hacía años me había generado una gran reputación como profesor privado, y no sólo era uno de los mejores sino también uno de los más serios y puntuales, no habiendo llegado tarde o cancelado una clase en años.

En ese momento de gran duda intelectual, quizás bajo la influencia del vino, tomé precipitadamente una decisión que algunos calificarán cuanto menos de absurda, y que para mí fue sin duda fue la peor de mi vida.

Decidí que tomaría el cochinillo sin esperar a la vuelta del chef. Y, pese a que mi japonés era perfecto después de cientos de años viviendo en Japón, expliqué al Último Samurai, torpemente y de manera casi incomprensible, que no podía esperar, y que debía ingerir inmediatamente el cochinillo, aunque no sé si me entendió o no. Seguidamente, cogí su sombrero y lo forré utilizando un rollo de papel film que el chef había dejado sobre la mesa, mientras ofrecía (al Último Samurai) mis mejores reverencias con sincera humildad. En un principio, el hombre me miró con cierta sorpresa, pero pronto regresó a la animada conversación de borracho que mantenía con mi alumno sin hacerme caso. Yo interpreté su falta de interés como un gesto de aprobación hacia lo que pensaba hacer.

Así que me serví una ración del cochinillo maravilloso en el sombrero de El Último Samurai que previamente había recubierto cuidadosamente de papel film para no mancharlo. Y procedí a deglutirlo sin levantar los ojos, por miedo a hallar un gesto de desaprobación en los otros dos comensales.

Cuando llegó el chef, yo ya había dado cuenta de mi parte del festín. Y aunque había comprobado que se trataba de un bocado sublime, lo mejor que había comido hasta entonces con diferencia, lo había consumido de manera tan precipitada que no había experimentado ninguna de las sensaciones casi orgásmicas de las que se suponía que el manjar provocaba a quienes lo probaban. Pero lo que sí me heló hasta el fondo, cuando levanté la vista de la mesa tras haber terminado la cena, provocando en mi corazón un dolor físico como si hubiera sido atravesado por una katana, fue la mueca de asco e incredulidad con la que me estaba mirando las tres personas presentes en esa habitación.

Supe que había incurrido en un terrible deshonor. Si el Samurai no se había inmutado al verme coger su sombrero, era porque estaba en mitad de una animada conversación, porque se encontraba alegremente borracho y también porque quizás pensaba que mi gesto era una simple broma poco inspirada y que no me disponía a provocarle ninguna afrenta. Al fin y al cabo ¿a qué mente enferma se le podía haber ocurrido realizar un acto así, y más en presencia de gente de tan alta condición social? Y más grave todavía ¿Cómo podía haber llegado a considerar por un solo instante la idea de que El Último Samurai me iba a permitir usar su sombrero como plato?

Avergonzado, abandoné el chalet sin poder sino balbucear una excusa estúpida. Entonces, comenzó para mí un periodo de gran decadencia vital.

No me apetecía hacer nada, así que primero suspendí las clases de aquella semana, luego las del mes y finalmente perdí todo interés por mi propia vida. Estaba triste, cada vez más triste y no veía forma de salir de aquella situación.

Y me dediqué exclusivamente a recorrer los antros de la noche tokiota, visitando noche tras noche tabernas de la peor índole en una espiral de decadencia que me llevó a degradarme hasta el punto de que en una ocasión, extremadamente borracho, llegué a agredir físicamente a mis propios amigos. Fue ese momento cuando me dí cuenta de cuán bajo había caído. Pero aunque decidí que mi vida debía cambiar desde ese entonces, espiritualmente me encontraba desolado y no tenía ni la más ligera idea de cómo hacerlo.

Durante largos atardeceres brumosos paseé por el duro invierno de Tokio. Visité todos sus lugares emblemáticos, como el mar artificial, de varios kilómetros de anchura y profundidad, junto a la orilla del cual está situado el misterioso Palacio Imperial.

Cerca del palacio, en paralelo al mar, existe una avenida que me sobrecogió. Una avenida con farolas elegantísimas y hermosas fuentes y estatuas de estilo barroco cuyo final  se mezcla y confunde misteriosa y elegantemente con la propia superficie del océano. Por esa avenida circulan constantemente enormes lanchas motoras con ruedas de marca Rolls Royce con carrocería de oro o de plata. Tales lanchas emiten al circular un estruendo sórdido y macabro, un estruendo tan profundamente triste que parece haber sido diseñado para sumir en la más absoluta desesperación a quienes lo escuchan, para que así todo el mundo se apresure a alejarse, evitándose así posibles accidentes y demostrándose quién es el rey de la carretera.

Me alejé apesalumbrado de allí hacia al famoso templo de los Mil Budas de Oro, que se encuentra a su vez dentro de la puerta homónima que a su vez está dentro del templo que está dentro de la puerta de los Mil Budas de Oro. Se llegaba al lugar por una avenida sin asfaltar que atravesaba una pinada. Aunque la puerta en sí, hecha de madera de cedro japonés, era realmente preciosa, el misterio consistía en un mero truco de espejos que ni remotamente consiguió curar mi alma.

No había otro camino en mi vida que renunciar a ella, y por encima de todo anhelaba olvidar toda mi existencia. Pero el alcohol y las drogas sólo conseguirían el efecto contrario, hacerla más viva, más evidente y luego deformarla, presentándola de una manera aún más brutal. Así que una vez más, sin plan alguno, deambulé.

Caminé durante horas en línea recta, luego durante días, como intentando llegar al final de la urbe monstruosa que no se acaba nunca, como intentando salir de mí mismo. Pero al terminar la ciudad, se entraba inmediatamente en otra ciudad, y luego había otra. Parecía que no había manera de salir de Tokio. Así que seguí y seguí.

Al final llegué a un parque cuya superficie estaba ocupada por los cuerpos de cientos de vagabundos borrachos, enfermos o muertos apilados los unos sobre los otros. Esa imágen me provocó naúseas, y el olor era además extremadamente penetrante y fétido. Pero aún así intenté ayudarles, con tampoca suerte que acabé cayendo yo mismo y pasando a formar parte de la pila de pordioseros. Supe que por fin iba a olvidar pronto, mi destino no era ya otro que el de descomponerme allí.

En ese momento, me acordé del cuento de Borges titulado “El Inmortal”, cuento en el que el protagonista pasaba por una situación similar a aquella en la que me encontraba en ese momento. Eso me hizo pensar a su vez en el Hotel Lete, balneario que proporcionaba el olvido total a sus huéspedes.

Había visto el anuncio en el periódico. Al parecer, años atrás, los japoneses habían desarrollado la tecnología que permitía atrapar elementos de la mitología antigua y transladarlas a la vida real. Así que habían empezado a coger leyendas japonesas tradicionales, e incluso algunas griegas, egipcias, celtas, etc., y habían llenado con ellas no sólo museos, sino también infinidad de parques de atracciones, hoteles y pachinkos a lo largo de todo Japón. Entre esas leyendas y mitos se encontraba el río Leteo, cuyas aguas provocaban el olvido, situado, según la mitología griega, dentro del Hades.

Entonces, sí había un lugar que pudiera hacerme olvidar mi propia condición mezquina. El mismo Lete. Así que debía encontrarlo. Con esa idea onseguí juntar las fuerzas necesarias para levantarme y emprender la busqueda del hotel.

Al investigar en internet me enteré de que éste se encontraba muy cerca del chalet donde yo había cometido la gran tontería. Sólo había que seguir la mal asfaltada calle en la que el chalé se encontraba hasta que tal calle se terminaba y se convertía en un mero sendero que se adentraba en la pinada. Unos accesos extraños, teniendo en cuenta que se trataba de un hotel de máxima teconología en Tokio del año 3050. Al final encontré el hotel, que desde fuera constaba únicamente de una puerta automática excavada en pleno monte entre la densa fronda.

Ingresé en el edifició hasta acceder al vestíbulo. Un vestíbulo de diseño moderno y con techos bajos, que en nada se distinguía del de cualquier otro hotel moderno excepto en la ausencia total de huéspedes o personal de servicio. Al final del vestíbulo había una especie de recepción no atendida por recepcionista alguno, y si se miraba a mano derecha se llegaba a un punto en donde el techo se acababa justo en donde una pequeña cascada regaba un profundo estanque de limpias aguas. Sobre el estanque, a unos tres metros de altura, estaba la terraza del primer piso del hotel, y desde ésta surgía un puente de madera que conectaba la propia terraza con el techo voladizo del vestíbulo. En un cartel escrito a mano, en japonés traducido a un inglés pésimo, se leía. “No utilizar el puente. Si una persona se sube a él, se rompe y la persona cae al estanque”.

Mientras me preguntaba qué objetivo tendría tan extraña muestra de arquitectura retorcida, vi que detrás de la cascada había una puerta, así que me dirigí hacia ese lugar. La puerta, que estaba abierta, conducía a una sala de exposiciones donde se encontraban miles de libros holográficos que presuntamente explicaban el funcionamiento y el sentido del hotel. Sin embargo, ningún libro estaba escrito en lengua que yo conociera. Había libros escritos en japonés, pero se trataba del japonés lleno de carácteres arcaicos y vocabulario casi críptico típico de los antiguos templos budistas. Había también libros en español escritos a mano por niños pequeños, otros no tenían sentido porque habían sido generados aleatoriamente a máquina siguiendo al pie de la letra normas gramaticales. También había libros que utilizaban el idioma tal como sería dentro de miles de años. Lo mismo pasaba con el inglés y con las otras lenguas, se trataba de dialectos raros o de variedades retorcidas imposibles de entender.

Toda religión se reduce al enigma –pensé- Y ello en Japón es más cierto que en ningún otro país-. El letrero junto al puente era en realidad una invitación a caminar por él escrita en estilo zen, o con la típica sutileza o hipocresía japonesa, o como se le quiera llamar.

Subí al primer piso por unas escaleras que se encontraban junto al estanque, y a continuación puse el pie en el puente de madera, que efectivamente, se rompió cuando apenas había dado unos pasos.

Entonces es cuando caí al agua, e inmediatamente lo olvidé todo y recordé instantáneamente el motivo que me había traído a Japón hacía cientos de años.

Todo esta historia la leí un domingo en el que visité con mi mujer una exposición de libros holográficos en el Hotel del Leteo, en el único libro en castellano legible que hallé entre los cientos de miles que conformaban la exposición..